¿Qué Sentido Tiene Tu Vida? (o Cómo Ser Extraordinarios)


En febrero de 1937, la guerra expulsó de sus hogares a decenas de miles de familias malagueñas, procedentes de toda la provincia, y las arrojó a la carretera que une Málaga con Almería.

Entre todas aquellas personas, que avanzaban huyendo del horror y de las bombas, marchaba una mujer embarazada de ocho meses junto a sus tres hijos ─dos varones, el más pequeño tenía cuatro años, y una niña, la mayor de los tres, de tan solo diez─. En su cabeza solo sobrevivía un pensamiento: poner a salvo de la masacre a los tres niños que caminaban pegados a sus pasos y a la criatura que no paraba de moverse dentro de su vientre.

Después de muchos días sin parar de caminar, lograron llegar a Almería, donde consiguieron hacerse un hueco en un tren que los trasladó hasta Valencia. Deambulando por calles desconocidas, desorientados y exhaustos, encontraron refugio en un campamento de gitanos que vivían instalados en los márgenes del puerto.

Allí, un mes después de la estampida, pegada a una estufa improvisada con un bidón de lata en el que se consumían las ascuas de lo que había sido una hoguera, arropada por los últimos fríos del invierno, aquella mujer dio a luz a mi padre.

«Abuela, cuéntame cosas de la guerra...», le rogaba mientras me disponía a darle el primer mordisco a la rebanada de pan que ella acababa de untar con mantequilla. Sus ojos se posaban estáticos en algún punto situado más allá de las paredes de la cocina e iniciaban un viaje hacia atrás en el tiempo para rescatar su historia; la historia de nuestra familia. Yo caía embelesado, mientras devoraba mi merienda, nada más oír sus primeras palabras: «Fue todo tan rápido. De un momento a otro, tuvimos que salir corriendo con las manos vacías. Gracias a Dios, nos teníamos los unos a los otros; y pies para seguir adelante...».

Hoy, después de casi cuarenta años, al repasar aquellos recuerdos desde una perspectiva que intenta ver más allá de las anécdotas que mi abuela narraba, puedo darme cuenta de la gran lección entretejida en sus palabras: no solo son necesarios los medios para continuar avanzando, también necesitamos de un motivo que infunda sentido y propósito a nuestros pasos.


Sentido vs. felicidad

El psiquiatra austríaco Viktor Frankl, fundador de la logoterapia ─una psicoterapia que propone que la voluntad de sentido es la motivación primaria del ser humano─ comparte esta misma reflexión: «La verdad es que, a medida que ha disminuido la lucha por la supervivencia, ha surgido la pregunta: ¿supervivencia para qué? Actualmente son más las personas que disponen de los medios para vivir, pero les falta el sentido de la vida».

En su obra más conocida, El hombre en busca de sentido, en la que relata sus vivencias como prisionero en los campos de exterminio nazis, Frankl le concede un lugar central a la búsqueda de significado cuando señala la diferencia de actitud que podía notarse entre los presos que se aferraban a una razón para seguir con vida, y los que no. La determinación por vivir de estos últimos se extinguía como la llama de una vela en mitad de un vendaval.

En la actualidad, vivimos dándole la espalda a la búsqueda de sentido.

Hemos convertido la felicidad en una industria, en un producto más, embotellado y listo para consumir. En medio de una sociedad hiperinformada e hipercomunicada, nuestras mentes se ven expuestas, a diario, por parte de los medios publicitarios y de las redes sociales, a un bombardeo salvaje con la idea de que es inadecuado (por no decir indecoroso) sentirnos frustrados e insatisfechos.

La obtención de placer y la evitación del dolor son los dos polos del eje alrededor del cual gira, secuestrada, nuestra voluntad.

Esta manera de pretender darle sentido a nuestra existencia hace que nos comportemos como ratones que corren dentro de una rueda a la caza de experiencias que podamos capturar y exhibir como trofeos frente a los demás (aunque estas, al final, no nos conduzcan a ningún lugar significativo).

La meta es, a cualquier coste, no parecer desdichados.

Si nos atreviésemos a frenar y a echar la vista atrás, nos daríamos cuenta de que solo vamos dejando un rastro de vacío (y de instantáneas forzadas) a nuestras espaldas.

Huir de la infelicidad nos mantiene atados a ella. No podemos sacar de nuestras mentes aquello que sentimos que nos respira en el cogote. La solución no está en atiborrarnos de experiencias intensas, eso solo funciona como un parche, como un remiendo emocional.

Las auténticas vías para renunciar a la trampa en la que nos hemos metido son la aceptación, la compasión y la búsqueda de significado:

  • Aceptación de todas nuestras experiencias y emociones.
  • Compasión para con los demás y hacia nosotros mismos (sobre todo hacia nosotros mismos).
  • Y significado que ensamble las piezas sueltas de nuestra vida en un todo (tanto las experiencias cumbre, como las caídas).

Todas estas ideas suenan muy bien expuestas sobre el papel, pero la verdad es que solo llegarán a cobrar vida cuando realicemos el esfuerzo de bajarlas de la mente al cuerpo y las transformemos de aire en músculo y sangre. Tenemos que dar un paso adelante y traspasar la línea de la mera lectura, salir de la rueda que no conduce a ninguna parte y empezar a entrenar las fortalezas internas que impulsarán nuestra vida hacia arriba.

Tomarnos en serio la práctica de la aceptación, de la compasión y de la búsqueda de significado, hasta que seamos capaces de interiorizar estas habilidades para que emanen de nosotros de manera espontánea frente a cualquier circunstancia a la que nos enfrentemos, puede generar una diferencia enorme en la forma que tenemos de vivir nuestras vidas.

Para empezar, abandonaremos la huida y nos abrazaremos, en lugar de autoculparnos, cuando las cosas no salgan como esperábamos. El sentido de nuestras experiencias emergerá como un faro que ilumine nuestro camino. Y cada vivencia trascenderá nuestros simples juicios entre bueno o malo y ocupará un lugar en nuestra historia que llene de sentido nuestra existencia. Solo así abandonaremos el círculo perverso que nos mantiene corriendo en el mismo sitio y lograremos avanzar.


Seguir adelante

La última vez que vi a mi abuela con vida, tenía ocho años. No pudimos tocarnos, ni siquiera oír nuestras voces, por culpa del cristal que se interponía entre los enfermos de la UCI y los familiares que acudíamos al hospital a visitarlos. Tuvimos que conformarnos con mirarnos a los ojos y leer nuestros labios.

Yo no paraba de repetir: «¡Abuela! ¡¿Cómo estás?!». «¡Estoy bien!», contestaba ella desde el otro lado del ventanuco por el que se nos permitía vernos. Dos días más tarde, se le paró el corazón.

Cuando alguien a quien amamos se va, el vacío que deja hace que nos aferremos a aquellos momentos en los que la vida nos obsequió con una última oportunidad de tocarnos y escucharnos. Al final, siempre parece que nos hubiéramos abrazado demasiado poco o que no terminamos de decirnos todo lo que quisiéramos habernos dicho. El tiempo se encarga de enterrar con olvido todas esas sensaciones.

Mi abuela fue un ser extraordinario. Para serlo, no necesitó abrirse una cuenta en Instagram ni subir selfis mientras caminaba en aquella caravana humana del 37 en la que tantas personas encontraron la muerte. Solo decidió aceptar lo que no pudo cambiar y se aferró a lo que más amaba para mantenerlo con vida. Sin saberlo, hizo que sus pasos tuvieran un propósito, no solo para mis tíos y mi padre, también para las generaciones que vinimos después y que hoy podemos dar testimonio de su paso por este mundo.

De ella, recuerdo su pelo blanco estirado hacia atrás y recogido en un rodete, la ternura prendida en las arrugas de su rostro, el chirrido de su mecedora y su perfume a talco y a colonia de lavanda. También aquellas palabras que el niño que vive en mí le regala al adulto que soy para que pueda darles una nueva interpretación: «Gracias a Dios, nos teníamos los unos a los otros...y eso le dio un sentido a nuestros pies para seguir adelante».


Juan Navarrete

1 comentario:

  1. Gracias, Juan!...
    En un mundo tan acelerado como en el que vivimos, es un esfuerzo diario detenerse a meditar sobre las enseñanzas que estas historias nos proveen y recordar lo esencial que es nutrir el espíritu.
    La historia de tu abuela es muy parecida a la de mis abuelos maternos. Mi bisabuelo materno migró de Polonia durante la guerra, y aunque yo no tuve la oportunidad de escuchar sus historias, sí lo hice de las cuerdas de mi abuelo que Paradójicamente se casó con mi abuela quien junto a su familia tuvo que huir de otra guerra armada con El Salvador cuando era apenas una niña. Ella me contaba como tuvieron que escapar tan súbitamente durante la noche dejando todas sus posesiones y no llevando más que sus manos esforzadas dispuestas a trabajar para salir adelante.

    Encontrar una comunidad abierta para la mutua colaboración les ayudó a ambas familias de culturas diferentes en circunstancias similares a unirse en un objetivo en común: juntos saldremos adelante.
    Los cambios abruptos producen shock,las transiciones extremas no son fáciles de digerir, pero definitivamente el tener un motivo en el corazón y la empática solidaridad del apoyo de los unos a los otros para sobrevivir son condimentos especiales para lograrlo.
    Un fuerte abrazo! ����‍♀️

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